domingo, 22 de septiembre de 2019

LOBO


Aquel día de Noviembre, tal y como te prometí, puse una parte de tus cenizas en el pequeño recipiente que me ha acompañado en esta aventura que, lamentablemente, íbamos a emprender juntos y no hicimos.
Tenía preparado el equipaje desde hacía un par días, todo lo necesario para cruzar en tren dos continentes enteros.
Me subí en aquel vagón, en un andén cualquiera de Barcelona, rumbo a Moscú. En esos primeros cuatro días de trayecto hasta la capital rusa, no pensé demasiado, me quedaba absorto en la ventana de mi habitación viendo pasar la sucesión de paisajes que iba desde el otoño del sur de Europa a las primeras nevadas en tierras rusas.
Llegué a la estación de Yaroslavsky a primera hora de la tarde y me dirigí, ante todo, a comprar el billete de la segunda fase del viaje, la que me llevaría al día siguiente rumbo a Vladivostok, en el lejano oriente asiático. Una vez con el billete en mis manos, salí de la estación para buscar algún lugar donde pasar la noche. Encontré una pequeña pensión en los alrededores de la estación, un lugar acogedor aunque austero y que regentaba una mujer mayor de nombre impronunciable.
La mañana siguiente, me subí al Transiberiano en la misma estación, siete días en aquel vagón y habría cruzado medio mundo. Al salir de la ciudad, empezaron a pasar campos de cultivos y pueblos, pero todo cambió al tercer día, al cruzar los Urales y adentrarme en las estepas y los bosques de Asia.
Al principio pensaba poco en lo que te echaba de menos, pero las largas horas en aquella habitación con ruedas me habían traído tu recuerdo a la mente. Los copos de nieve y la llovizna que se alternaban día sí y día también en el exterior acompañaban a mis lágrimas en el interior del vagón mientras bosques sin fin pasaban ante aquella ventana húmeda. Cuatro días duró aquella parte del viaje, fríos y tristes paisajes aunque preciosos, eran la antesala del final del trayecto.
Vladivostok era más bonita que Moscú y la pensión donde me alojé, mejor. Allí pregunté como llegar a Anadyr, la capital de la región norteña de Chukotka, la parte más oriental de Asia y el fin de nuestro camino. Me dijeron que podría coger un vuelo al día siguiente para llegar hasta allí, pero que me olvidara del barco, ya que por aquellas fechas ninguno iba tan al norte.
Parecía que la distancia entre aquellas dos ciudades sería menor pero el bimotor, una obsoleta máquina con demasiados kilómetros sobre sus alas, tardó unas ocho horas en aterrizar en Anadyr. La ciudad era pequeña y sumamente fría para ser Noviembre. El cielo, encapotado, amenazaba con nieve tal y como se veía que había ocurrido en los días previos a mi llegada.
El hotel parecía una antigua casa reformada que algún magnate local del petróleo había convertido en un negocio. En recepción pregunté por alguna excursión a la colina que había cerca de la ciudad para cumplir mi propósito y tras un par de llamadas, me confirmaron que había un guía local que me acercaría en un todo-terreno por un módico precio.
Salí del hotel a media mañana, aunque el Sol seguía bajo. Nos plantamos en la base de la colina en una media hora. El chófer me indicó, en un inglés más que básico, la ruta que íbamos a seguir para coronar la cima de esa colina pedregosa y blanqueada de poco más de quinientos metros.
Mientras subía ya no tenía nada más rondando en mi cabeza que tu recuerdo, las tardes de juego y las siestas en el sofá, el día en que te conocí y el día que te fuiste. Antes de llegar a la parte más alta, el muchacho me dijo que fuera yo solo, que era cosa mía y así, en la soledad de una colina siberiana, recorrí los últimos metros.
Allí arriba el viento era suave y el sol se reflejaba en el llano nevado, era un día precioso para cerrar nuestra historia. Abrí poco a poco el frasco con tus cenizas y las lancé al aire. Mientras volabas, las lágrimas recorrían mi cara recordando al mejor de los Huskies siberianos, a mi amigo. Volvías al lugar de tus ancestros y yo estaba listo para volver a casa, pero esta vez sin ti.



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