Aquel día de Noviembre, tal y como te prometí, puse
una parte de tus cenizas en el pequeño recipiente que me ha
acompañado en esta aventura que, lamentablemente, íbamos a
emprender juntos y no hicimos.
Tenía preparado el equipaje desde hacía un par días,
todo lo necesario para cruzar en tren dos continentes enteros.
Me subí en aquel vagón, en un andén cualquiera de
Barcelona, rumbo a Moscú. En esos primeros cuatro días de trayecto
hasta la capital rusa, no pensé demasiado, me quedaba absorto en la
ventana de mi habitación viendo pasar la sucesión de paisajes que
iba desde el otoño del sur de Europa a las primeras nevadas en
tierras rusas.
Llegué a la estación de Yaroslavsky a primera hora de
la tarde y me dirigí, ante todo, a comprar el billete de la segunda
fase del viaje, la que me llevaría al día siguiente rumbo a
Vladivostok, en el lejano oriente asiático. Una vez con el billete
en mis manos, salí de la estación para buscar algún lugar donde
pasar la noche. Encontré una pequeña pensión en los alrededores de
la estación, un lugar acogedor aunque austero y que regentaba una
mujer mayor de nombre impronunciable.
La mañana siguiente, me subí al Transiberiano en la
misma estación, siete días en aquel vagón y habría cruzado medio
mundo. Al salir de la ciudad, empezaron a pasar campos de cultivos y
pueblos, pero todo cambió al tercer día, al cruzar los Urales y
adentrarme en las estepas y los bosques de Asia.
Al principio pensaba poco en lo que te echaba de menos,
pero las largas horas en aquella habitación con ruedas me habían
traído tu recuerdo a la mente. Los copos de nieve y la llovizna que
se alternaban día sí y día también en el exterior acompañaban a
mis lágrimas en el interior del vagón mientras bosques sin fin
pasaban ante aquella ventana húmeda. Cuatro días duró aquella
parte del viaje, fríos y tristes paisajes aunque preciosos, eran la
antesala del final del trayecto.
Vladivostok era más bonita que Moscú y la pensión
donde me alojé, mejor. Allí pregunté como llegar a Anadyr, la
capital de la región norteña de Chukotka, la parte más oriental de
Asia y el fin de nuestro camino. Me dijeron que podría coger un
vuelo al día siguiente para llegar hasta allí, pero que me olvidara
del barco, ya que por aquellas fechas ninguno iba tan al norte.
Parecía que la distancia entre aquellas dos ciudades
sería menor pero el bimotor, una obsoleta máquina con demasiados
kilómetros sobre sus alas, tardó unas ocho horas en aterrizar en
Anadyr. La ciudad era pequeña y sumamente fría para ser Noviembre.
El cielo, encapotado, amenazaba con nieve tal y como se veía que
había ocurrido en los días previos a mi llegada.
El hotel parecía una antigua casa reformada que algún
magnate local del petróleo había convertido en un negocio. En
recepción pregunté por alguna excursión a la colina que había
cerca de la ciudad para cumplir mi propósito y tras un par de
llamadas, me confirmaron que había un guía local que me acercaría
en un todo-terreno por un módico precio.
Salí del hotel a media mañana, aunque el Sol seguía
bajo. Nos plantamos en la base de la colina en una media hora. El
chófer me indicó, en un inglés más que básico, la ruta que
íbamos a seguir para coronar la cima de esa colina pedregosa y
blanqueada de poco más de quinientos metros.
Mientras subía ya no tenía nada más rondando en mi
cabeza que tu recuerdo, las tardes de juego y las siestas en el sofá,
el día en que te conocí y el día que te fuiste. Antes de llegar a
la parte más alta, el muchacho me dijo que fuera yo solo, que era
cosa mía y así, en la soledad de una colina siberiana, recorrí los
últimos metros.
Allí arriba el viento era suave y el sol se reflejaba
en el llano nevado, era un día precioso para cerrar nuestra
historia. Abrí poco a poco el frasco con tus cenizas y las lancé al
aire. Mientras volabas, las lágrimas recorrían mi cara recordando
al mejor de los Huskies siberianos, a mi amigo. Volvías al lugar de
tus ancestros y yo estaba listo para volver a casa, pero esta vez sin
ti.
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