Aquel día de Noviembre, tal y como te prometí, puse
una parte de tus cenizas en el pequeño recipiente que me ha
acompañado en esta aventura que, lamentablemente, íbamos a
emprender juntos y no hicimos.
Tenía preparado el equipaje desde hacía un par días,
todo lo necesario para cruzar en tren dos continentes enteros.
Me subí en aquel vagón, en un andén cualquiera de
Barcelona, rumbo a Moscú. En esos primeros cuatro días de trayecto
hasta la capital rusa, no pensé demasiado, me quedaba absorto en la
ventana de mi habitación viendo pasar la sucesión de paisajes que
iba desde el otoño del sur de Europa a las primeras nevadas en
tierras rusas.
Llegué a la estación de Yaroslavsky a primera hora de
la tarde y me dirigí, ante todo, a comprar el billete de la segunda
fase del viaje, la que me llevaría al día siguiente rumbo a
Vladivostok, en el lejano oriente asiático. Una vez con el billete
en mis manos, salí de la estación para buscar algún lugar donde
pasar la noche. Encontré una pequeña pensión en los alrededores de
la estación, un lugar acogedor aunque austero y que regentaba una
mujer mayor de nombre impronunciable.