Habíamos llegado
al aparcamiento a una hora más que decente. El día no había
comenzado más que a despuntar sobre el valle. Cogimos las mochilas,
cargadas como si nos fuéramos una vida entera y nos las echamos a
la espalda. Su peso era abrumador, pero formaba parte del sacrificado
ritual para completar nuestra misión, encontrarnos con nosotros
mismos lejos de donde habita la gente.
Empezamos el
camino, paso a paso, recorriendo la parte baja del valle. El bosque
nos envolvía con su fresco aliento y la hierba, húmeda, aliviaba
nuestros pasos. La senda poco a poco iba subiendo, atrás dejábamos
el trino de los pájaros. El valle ascendía más y más