Salieron
de buena mañana en una pequeña barca. Su familia merecía algo
mejor que la incertidumbre de no saber si seguirían vivos al
amanecer. Una semana antes las bombas acompañaban su sueño en su
pequeño pueblo pero ese día era el canto del mar el que les
susurraba que iban hacia una nueva vida, hacia una nueva oportunidad.
Eran optimistas, pero faltaba un último esfuerzo.
El
trayecto entre la costa turca y la isla griega era corto, pero sólo
tardó cinco minutos en desatarse el horror. La barca volcó y todos
cayeron al agua. El padre vió como sus hijos se hundían en las
profundidades, trató de agarrarlos pero sus pequeñas manos se
escurrieron entre sus dedos. No los volvió a ver. Sus lágrimas se
mezclaban con el agua. Así me lo encontré yo, flotando a la deriva.
Lo metí en mi barca y me lo llevé a la costa. Allí me narró la
cruda realidad de lo que había vivido.
En
ese mar hace dos mil años que ya no cantan las sirenas. Ahora sólo
se oye el rumor callado de los que no llegaron, el llanto silencioso
de los niños que nunca crecerán. Las sirenas callan, los niños
callan y los padres lloran. Solamente el susurro de las olas nos lo
cuenta. Ya no hay más sufrimiento, o eso ven nuestros ojos vendados.